lunes, noviembre 22, 2010

Todos odian a las torres

Si, ya sé, no todos odian a las torres. Hay muchos que las quieren: los que viven en ellas, los que las diseñan, los que las construyen y, sobre todo, los que las venden. Pero también son muchos los que las miran con cara de pocos amigos y las acusan de todos los males del barrio.
Las torres son una fuente de problemas porque Buenos Aires crece para adentro, demoliendo edificios viejos para construir otros más grandes. Las obras generan ruidos, suciedad y su resultado nos quita luz y ese pedazo de cielo que veíamos todas las mañanas. Además, muchas veces, lo nuevo es de peor calidad que lo viejo. El tema se complicó porque la gente empezó a llamar torre a cualquier construcción que superara la altura media de sus vecinos; como edificios de 12 pisos entre medianeras que pasarían inadvertidos en el Centro, pero junto a casas de una planta, son repudiados.
Para los arquitectos, las torres son otra cosa: prismas altos, con mucho aire alrededor y en un terreno grande. Y nos gustan porque dejan más espacio libre que un edificio común y permiten diseñar ambientes bien ventilados e iluminados. Pero en general, las torres son mejores cuando están juntas, separadas de otros edificios. De cualquier manera, tanto la gente que las odia como la que las ama, tiene motivos que van más allá de lo funcional: La profecía del ascenso social.
Para los que les encantan, las torres ofrecen la metáfora más directa del progreso económico. Muchos piensan que mientras más arriba vivís, más subís en la escala social. Y aunque muchos prefieren tener los pies sobre la tierra y no se anotan en esa carrera ilusoria, a nadie le gusta que lo miren de arriba y, encima, le quiten ese rayo de sol que lo hacía feliz.
Fábrica de status.
La altura produce discriminación hacia afuera y hacia adentro del mismo edificio. De hecho, nadie quiere vivir en el primer piso de una torre, y todos anhelan el último. Los inversores saben qué quiere la gente y, en las últimas torres, los departamentos que hubieran ocupado hasta el tercer nivel ya no existen. Allí hay aire o la portería. Para los desarrolladores, los primeros 10 pisos de las torres super altas son un clavo. No sería raro que pronto hagan un coloso de 100 niveles con los primeros 20 vacíos y un cartel en la terraza que diga: “¡LOSERS!” Odio a primera vista.
Las torres te caen antipáticas de entrada. La obra empieza con una estridente demolición, camiones y polvo. Antes de los tres meses, los vecinos están pidiendo: “¡la hora referí!”. Pero la construcción dura dos años y es un golpe de nocaut a la autoestima del barrio. Después de probar sus sinsabores, todos están ansiosos por que termine. Al final, agradecen a Dios aunque ya no gocen de ese cielo azul que todos vemos (veíamos).
Amigos son los amigos.
El primer cambio que se nota con la torre terminada es que los recién llegados no saludan. No tienen los códigos del barrio y, además, vos tampoco terminás de conocerlos porque la torre triplica los habitantes de la cuadra de un día para el otro. Para los nuevos, el barrio es hostil, el recuerdo de un pasado que prefieren olvidar. Para ser más amigables, las torres podrían aportar algo al barrio. No vendría mal, por caso, que dejaran una parte de su terreno para armar una placita para chicos. O unos bancos, no sé, algo.
La muerte de las ideologías.
Las torres seguirán creciendo en los barrios porque son un negocio y nadie es inmune al dinero. Hace años empecé a remodelar mi PH y justo enfrente, Moira y Fede (una pareja de arquitectos) estaban haciendo una casa bien canchera. Un día, Moira me tocó el timbre desesperada: “¡Miguel, quieren construir torres! ¡Tenemos que juntar a los vecinos, no nos van a arruinar el barrio!”. No terminé de encontrar mi pancarta de “ ... castigo a los culpables” para reciclarla cuando me enteré que inescrupulosos inversores habían hecho una oferta por el terreno de mis amigos. Moira y Fede vendieron, se compraron dos casas en otro barrio y me dejaron un bruto edificio frente a mi dormitorio. Ahora estoy esperando mi oportunidad ... no me voy a regalar.
* Editor de ARQ

jueves, noviembre 11, 2010

Buenos Aires, la ciudad impermeable

Ambientalistas y urbanistas hablan ya de "urbanización salvaje" y alertan: si se sigue construyendo y pavimentando al ritmo actual, el suelo será cada vez menos absorbente. Un problema que ninguna gestión supo, o quiso, resolver.
Novedad, lo que se dice una novedad, no es. Desde la fundación aquella de la que Borges sospechaba porque para él la ciudad era "tan eterna como el agua y el aire", Santa María de los Buenos Aires vivió acechada por el líquido. Cinco arroyos y varios "terceros" -corrientes menores entre arroyo y arroyo que cumplían antiguamente las funciones de cloacas-, oportunamente entubados o bien empedrados, sirvieron en su momento para maquillar un poco las cosas. Pero definitivamente no para alterar la naturaleza. Y la naturaleza dijo -de una vez, y para siempre- que Buenos Aires está asentada sobre la pampa deprimida, y próxima a un estuario. Esto hace que sus cursos de agua (hoy "prolijamente" enchalecados en concreto pero aún corriendo por debajo de varias avenidas) prácticamente carezcan de pendiente hacia el Plata. Y si a esto se suma eso que algunos llaman "boom inmobiliario" y otros prefieren calificar directamente de "urbanización salvaje", el escenario está preparado para que la ciudad se ahogue a repetición incluso con lluvias no muy intensas. Para que, cada febrero, la escena de la avenida Juan B. Justo convertida en la prima rica del Gangues vuelva a saturar las portadas de los diarios. Para que, en definitiva, volvamos a asombrarnos ante un fenómeno que de esto último tiene poco y nada, porque es el corolario inevitable de una cantidad de "errores" que han convertido a la ciudad en una planicie untada en concreto y espigada de torres.
Marta Dodero es arquitecta y planificadora urbana, y por eso mismo se siente "un fósil". La carrera en la que se graduó "se cerró en 1983 cuando un conjunto de arquitectos radicales decidieron que la planificación no era necesaria. Y las consecuencias de esto es lo que estamos viviendo ahora", se indigna. "Hoy, a la ciudad, no la piensa ni la planifica nadie. Y las ciudades son fenómenos espaciales, y les pasa lo que a una caja de zapatos repleta de figuritas: en un determinado momento, se llenan. Esto, como imagen, es exactamente lo que está sucediendo con Buenos Aires. El terreno se fue segando, y las cuencas que van a dar al río están cada vez más impermeabilizadas. Queda muy poco espacio verde y lo que queda, lo impermeabilizan. Los arquitectos y los ingenieros manejan estos conceptos porque ellos cobran por metro cuadrado construido. Entonces, en la medida en la que esté pavimentado, facturan", dispara. Pero no es la única. Ya en 2004, un informe del Centro de Estudios Legales y Ambientales (Cesam) hablaba de lo mismo y advertía sobre la "creciente fragilidad ambiental" de Buenos Aires, específicamente en materia de inundaciones. Mencionaba una "expansión urbana sin regulaciones apropiadas" y también de "un aumento en la velocidad de escurrimiento por menor infiltración o sin retención alguna debido a la impermeabilización de las superficies". Claro como el agua.
Cemento a mansalva
Osvaldo Guerrica Echaverría es, además de arquitecto, un enamorado de la naturaleza. Es además parte de la Asamblea Permanente por los Espacios Verdes Urbanos (Apevu) y una opinión de referencia cada vez que la ciudad naufraga. Entre otras cosas, porque desde hace años se dedica a la investigación del avance del cemento sobre el verde, y las consecuencias de esto sobre nuestra vida cotidiana. "Buenos Aires se inunda ante cada lluvia copiosa. La ciudad colapsa y miles de vehículos quedan imposibilitados de seguir su camino, cientos quedan flotando, las cámaras transformadoras de corriente eléctrica quedan anuladas, miles de vecinos quedan sin electricidad, hay calles que se convierten en ríos. La ciudad se paraliza", describe en su artículo "¿Por qué se inunda Buenos Aires?", donde habla directamente de "un escenario preparado para que se produzcan esas inundaciones. Los funcionarios y ‘los emprendedores' inmobiliarios lo vienen preparando desde hace muchos años; los vecinos, desde entonces, están tratando de pararlos".
En su argumentación, Guerrica enumera todos esos factores que (más allá de los diluvios o la mentadísima "falta de obras") han contribuido a hacer -de una ciudad ya de por sí sitiada por el agua- una aún más incapaz de deshacerse de ella. "Se impermeabilizó la mayor parte de la superficie absorbente de la ciudad con nuevas construcciones", precisa. "Se redujo sensiblemente la cantidad de espacios verdes, tanto públicos como privados; se construyeron indiscriminadamente edificios en altura en casi toda la ciudad; en las zonas más densamente pobladas se eliminó la obligatoriedad de mantener un pulmón de manzana absorbente; y por sucesivas repavimentaciones, el nivel de las calzadas se ha elevado ostensiblemente." Guerrica no duda en hablar, en este caso, de "vandalismo institucional". Y aporta, para ilustrar la idea, su nutrido archivo fotográfico. En una sucesión de imágenes para el espanto (como las que acompañaron su exposición durante el Encuentro de la Red Argentina del Paisaje) se puede ver cómo gran parte de lo que en los mapas de la ciudad está indicado como plaza, parque o bulevar ha dejado de serlo hace rato.
Así las cosas, hoy cada ciudadano de la ciudad dispone, con suerte, de menos de una quinta parte del espacio verde que la Organización Mundial de la Salud (OMS) establece como mínimo. En efecto, la entidad habla de 15 metros de espacio verde público por habitante como cifra ideal, y de 10 metros cuadrados como el mínimo recomendable. Cada porteño dispone de apenas 1,8 metro cuadrado. Y ni siquiera eso está realmente garantizado.
Negocios son negocios
¿Qué pasó? ¿Cómo fue que una ciudad que alguna vez se enorgulleció de sus parques arbolados y de sus plazas con pérgolas y especies de todo tipo llegó a esto? En este sentido, las pocas estadísticas disponibles hablan de un cuadro bastante dramático que llevó de los siete metros cuadrados de espacio verde parquizado por habitante en 1904 a casi un tercio de esto cien años después. Lo que se da en Buenos Aires es una combinación fatal que podríamos resumir así: el desprecio de muchos vecinos por su entorno, cierta alarmante despreocupación por quién y cómo se encargará del tema y la actitud falsamente "ejecutiva" de los gobernantes que (a repetición, y sin importar de qué signo político sean) asocian "hacer" con "hacer cualquier cosa". Sólo así pueden entenderse desastres tales como la "playa de hormigón" (ver recuadro), un auténtico monumento al absurdo con vista al río. Ante cosas como éstas el arquitecto Rodolfo Rossi, de la Asociación Vecinos del Lago Pacífico, reflexiona: "¿Qué es lo que hoy se da en el porteño y cada vez con más fuerza? Un impulso de tapar la naturaleza. Entonces, entubamos el Maldonado, le hacemos una avenida encima y se acabó el problema".
Muchos hablan aquí de la "corporación arquitectónica e inmobiliaria" que, trabajando en equipo, logra convertir en un buen negocio desde "zonas-trampa" en donde inundarse es cosa de todos los días, hasta áreas verdes protegidas por ley en donde -aún cuando no se pueda construir- se termina construyendo. Pero no menos cierto es que más allá de la alarmante reducción de los espacios verdes públicos, la presente "apología del concreto" no es menos temible. Según explica Eduardo Molina, ingeniero y vecino de Palermo, "nadie pone en duda que, por cuestiones de uso, cada tanto haya que volver a asfaltar las calles. Ahora, cuando se asfalta y se reasfalta sin necesidad alguna, lo que está presente es otra cosa: el negocio. Eso también se ve en el caso de las torres. Cada torre que se construye impermeabiliza toda la superficie sobre la que se apoyan sus bases, y provoca además el endicamiento del agua. Esto se sabe, y nadie hace nada". O sí: hacer como si nada sucediera, mientras la ciudad sigue haciendo agua por todos lados por la sencilla razón de que es cada vez más impermeable.
Paisajismo del hormigón
Hay, en todo esto, una frase que ha sido el "abrete, Sésamo" a las peores cosas. Es una frase de tres palabras que dice nada y sirve para mucho: "Puesta en valor". Hace tiempo, durante la intendencia de Carlos Grosso, se dijo que cerca de 50 plazas de la ciudad serían sometidas a ese proceso cuasi mágico de "puesta en valor". Terminadas las obras, lo que quedó a la vista fueron esas mismas 50 plazas... con un 30% de su superficie untada en hormigón. "Hay un criterio de un grupo de arquitectos que hacen gala de un "paisajismo del hormigón". Y eso engancha con otro modo de pensar según el cual hacer obra equivale a gastar muchos metros cúbicos de hormigón.
Mucha obra, mucha plata y muchos arreglos con los amigos. Porque si bien se puede hacer un rincón para los skaters, de ahí a hormigonar la plaza entera, hay una gran diferencia", explica Guerrica Echevarría. Y va un ejemplo: "En el costado de La Rural que da a la avenida Sarmiento, se hizo un veredón de treinta metros de ancho y cuatrocientos de largo. Eso en una época de llamaron Jardines Francisco Ramírez, pero de jardines hoy tienen sólo el nombre. Es más de una hectárea hormigonada, con apenas una hilera de verde sobre la calle". Y a cada uno de esos gestos de borrado del verde debe agregarse, insiste, el furor por reasfaltar. La razón: se trata de un proceso que nadie (ni siquiera el mismo gobierno) se molesta en controlar. Simplemente se confía en lo que indica el contratista. El resultado es esa ciudad desangelada que, de gestión en gestión, se aleja cada vez más de la escala humana. "Yo pienso que vamos rumbo a ser Bombay. O Calcuta", afirma Dodero. Y apunta a una derivación insospechada de esta apología del concreto: su impacto en la vida de los vecinos. "Siguen apilando gente en edificios, sin ver que la gente, cuando se la apila, cambia su conducta. Así como cuidan que el oso panda tenga no sé cuántas hectáreas para poder comer, el ser humano también necesita del espacio y del verde. Al cambiarle los espacios, la gente cambia las conductas. La inseguridad y la violencia están directamente relacionadas con el hacinamiento", explica Dodero. "El problema es que en esta ciudad, donde el cemento está descontrolado, eso es algo que ya nadie ve".
DZ/KM
FERNANDA SÁNDEZ REDACCIÓN Z

miércoles, noviembre 03, 2010

Las inundaciones son obra humana

La ideología del siglo XIX, que postulaba el dominio del hombre sobre la naturaleza, fue el disparador de las acciones urbanísticas más irresponsables. No debemos seguir cometiendo esos mismos errores.

Sin duda, lo más cómodo es echarle la culpa a la naturaleza. A pesar de las más duras críticas, todavía el Banco Mundial y la mayor parte de los organismos de Naciones Unidas utilizan la expresión “desastre natural” para referirse a las consecuencias de una inundación o de un terremoto.
Como expuse en el I Congreso de Ingeniería Sustentable y Ecología Urbana de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Palermo, un terremoto en un desierto es un simple evento, no un desastre. Y la crecida de un río es algo que ocurre periódicamente, sin ninguna consecuencia, salvo que hayamos cometido la irresponsabilidad de urbanizar las zonas que el río ocupa cuando desborda.
De modo que estamos ante desastres ambientales y no desastres naturales, simplemente porque son artificiales. Lo que hemos hecho en nuestras ciudades se parece mucho a la conducta de Mickey Mouse en su inolvidable rol del Aprendiz de Hechicero, que generó una inundación sin saber cómo evitarla o detenerla.
La historia de la Ciudad de Buenos Aires es, en una medida muy alta, la de su descenso hacia las zonas naturalmente inundables. Pedro de Mendoza y Juan de Garay fundaron la ciudad en una singularidad geográfica: el único punto de esta margen del Río de la Plata donde coexisten un puerto natural (el Riachuelo) con una barranca elevada, libre de crecidas.
Siguiendo las Ordenanzas de Población de Carlos V y Felipe II, los bajos inundables se mantuvieron vacíos durante toda la época colonial. Es significativo que los planos de los años 1713 y 1782 muestren con claridad las líneas topográficas para dejar en claro los límites de las zonas que no podían ocuparse.
Trabajo práctico: buscar esas mismas líneas topográficas en los planos de la ciudad de uso masivo. No las van a encontrar. ¿Por qué un plano de hace tres siglos tiene más información que uno de este año? Porque una vez que metimos a cientos de miles de personas en sitios que no son aptos para habitar, era necesario borrar las pruebas.
La ideología del siglo XIX, que postulaba el dominio del hombre sobre la naturaleza, fue el disparador de las acciones urbanísticas más irresponsables. Se suponía que éramos capaces de hacer cualquier cosa, por difícil que fuera. La fantasía de que podíamos solucionar cualquier problema vinculado con el medio natural nos hizo olvidar que no sabemos si vamos a poder pagar esa solución, en el caso de que exista. La omnipotencia de la tecnología nos llevó a la ubicación de las ciudades en áreas de riesgo creciente. Buenos Aires y otras ciudades argentinas enviaron a los pobres hacia abajo, a ocupar los valles de inundación de ríos y arroyos. En otras ciudades se hizo lo mismo, pero sobre áreas de riesgo diferente. En Río de Janeiro, en San Pablo, en Caracas, los pobres en vez de bajar suben: se asientan en las laderas de los cerros, en sitios deforestados de altas pendientes. Cuando llegan las grandes tormentas del trópico, los suelos se aflojan y deslavan y esas viviendas caen sobre el valle.
Corresponde destacar la sensatez de Sarmiento, quien propuso parquizar (es decir, no habitar) los bañados de Palermo. El día de lluvia no vamos al parque y no nos importa si ese terreno se inunda. Es diferente si allí se hicieron viviendas.
La entonces Municipalidad de Buenos Aires y las municipalidades del conurbano alentaron, por negligencia o complicidad, el descenso de las urbanizaciones. Así, al compás del poblamiento de la Boca y Barracas, los planos de fines del siglo XIX discretamente borran los límites de las áreas inundables.
Aún más, se alienta la especulación inmobiliaria sobre las zonas bajas. El intendente Crespo autoriza lotear las tierras del barrio que hoy inmerecidamente lleva su nombre, permitiendo la construcción de miles de viviendas en terrenos bajo cota de inundación. Le corresponde el honor de haber inaugurado los negocios hechos con la inundación ajena.
La secuencia inaugurada por Crespo sobre el arroyo Maldonado se repite sobre los demás arroyos de la Ciudad y del conurbano. Primero se autoriza el loteo de zonas que no son aptas para vivienda: las márgenes de los arroyos Maldonado, Vega, Medrano, Cildañez, Riachuelo, etcétera.
Después, atendiendo al reclamo de los afectados, se hace el negocio de la obra salvadora: rectificación del Riachuelo, entubamiento de varios arroyos. El discurso político es siempre el de la “solución definitiva” a las inundaciones. En realidad, las mejores de esas obras sólo lograron atenuar las crecidas, como ocurrió con la rectificación del Riachuelo.
Otras, en cambio, fueron contraproducentes: todos los entubados empeoraron el comportamiento de los arroyos sobre los que se hicieron. Las obras significaron crear obstáculos a la rápida salida del agua, con lo cual agravaron las inundaciones. A pesar de eso, todavía hay vecinos del Gran Buenos Aires que piden que les entuben los arroyos.
¿Por qué lo hicieron, entonces? ¿Por qué se sigue pidiendo ahora? Porque esconder un arroyo contaminado valoriza la propiedad inmueble. Esa valorización atrae nuevos pobladores. Paradójicamente, las obras de atenuación de crecidas reducen la inundación pero aumentan la cantidad de inundados. No sorprende saber que la cuenca del arroyo Maldonado tiene una densidad de población equivalente al doble del promedio de la Ciudad de Buenos Aires. Lo que permite reiniciar el ciclo: nuevos inundados reclamarán obras nuevas que difícilmente solucionen el problema pero que, sin duda, generarán futuros inundados. En medio de esto, toca hacernos la pregunta de fondo: ¿qué estamos haciendo en las zonas inundables?