MIGUEL JURADO. Editor de Diario de Arquitectura
mjurado@clarin.com
Las torres son más que un problema urbano en todo el mundo. Son un problema social. Además de las conocidas polémicas que encendieron en los barrios porteños, ahora amenazan con destruir el tejido tradicional de Shangai, pueblan la periferia de París y se proyectan con formas inéditas en Beijing y San Petersburgo. Para no desentonar con el mundo, el arquitecto Julio Torcello propone construir el rascacielos más alto del globo en Buenos Aires.
Pero en ningún lado, las cualidades de las torres son discutidas (aprovechamiento racional de los recursos, buena iluminación y ventilación). Se podría decir que son atacadas porque se las ve como estandarte de una renovación urbana que quita más de lo que aporta. No sin razón, Frédéric Edelmann y Emmanuel de Roux, en su nota sobre París, identifican el fracaso de las torres europeas en una falla conceptual: se construyen como objetos únicos, no se integran al entorno inmediato. Es decir, a sus pies generan la temida "tierra de nadie".
En Shangai, donde las torres se construyen por decreto, sin ningún tipo de audiencia pública con los vecinos, los especialistas detectan que los mil rascacielos que se piensan construir en los próximos diez años acabarán con la vida comunitaria de la calle tradicional.
Está claro que los problemas que generan las torres no son inherentes a esa tipología sino a la forma en que son diseñadas. En Nueva York, donde existen cerca de 2 mil rascacielos, la calle sigue manteniendo su vitalidad y los basamentos de las torres del downtown proponen nuevos recorridos y espacios públicos para los peatones.
El secreto está a la vista, las torres se hacen famosas por todo lo novedoso y llamativo que muestran del piso 15 para arriba. Pero, se ganan un lugar entre los vecinos por todo lo que puedan regalarle al espacio urbano, a la gente común.
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