La ideología del siglo XIX, que postulaba el dominio del hombre sobre la naturaleza, fue el disparador de las acciones urbanísticas más irresponsables. No debemos seguir cometiendo esos mismos errores.
Sin duda, lo más cómodo es echarle la culpa a la naturaleza. A pesar de las más duras críticas, todavía el Banco Mundial y la mayor parte de los organismos de Naciones Unidas utilizan la expresión “desastre natural” para referirse a las consecuencias de una inundación o de un terremoto.
Como expuse en el I Congreso de Ingeniería Sustentable y Ecología Urbana de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Palermo, un terremoto en un desierto es un simple evento, no un desastre. Y la crecida de un río es algo que ocurre periódicamente, sin ninguna consecuencia, salvo que hayamos cometido la irresponsabilidad de urbanizar las zonas que el río ocupa cuando desborda.
De modo que estamos ante desastres ambientales y no desastres naturales, simplemente porque son artificiales. Lo que hemos hecho en nuestras ciudades se parece mucho a la conducta de Mickey Mouse en su inolvidable rol del Aprendiz de Hechicero, que generó una inundación sin saber cómo evitarla o detenerla.
La historia de la Ciudad de Buenos Aires es, en una medida muy alta, la de su descenso hacia las zonas naturalmente inundables. Pedro de Mendoza y Juan de Garay fundaron la ciudad en una singularidad geográfica: el único punto de esta margen del Río de la Plata donde coexisten un puerto natural (el Riachuelo) con una barranca elevada, libre de crecidas.
Siguiendo las Ordenanzas de Población de Carlos V y Felipe II, los bajos inundables se mantuvieron vacíos durante toda la época colonial. Es significativo que los planos de los años 1713 y 1782 muestren con claridad las líneas topográficas para dejar en claro los límites de las zonas que no podían ocuparse.
Trabajo práctico: buscar esas mismas líneas topográficas en los planos de la ciudad de uso masivo. No las van a encontrar. ¿Por qué un plano de hace tres siglos tiene más información que uno de este año? Porque una vez que metimos a cientos de miles de personas en sitios que no son aptos para habitar, era necesario borrar las pruebas.
La ideología del siglo XIX, que postulaba el dominio del hombre sobre la naturaleza, fue el disparador de las acciones urbanísticas más irresponsables. Se suponía que éramos capaces de hacer cualquier cosa, por difícil que fuera. La fantasía de que podíamos solucionar cualquier problema vinculado con el medio natural nos hizo olvidar que no sabemos si vamos a poder pagar esa solución, en el caso de que exista. La omnipotencia de la tecnología nos llevó a la ubicación de las ciudades en áreas de riesgo creciente. Buenos Aires y otras ciudades argentinas enviaron a los pobres hacia abajo, a ocupar los valles de inundación de ríos y arroyos. En otras ciudades se hizo lo mismo, pero sobre áreas de riesgo diferente. En Río de Janeiro, en San Pablo, en Caracas, los pobres en vez de bajar suben: se asientan en las laderas de los cerros, en sitios deforestados de altas pendientes. Cuando llegan las grandes tormentas del trópico, los suelos se aflojan y deslavan y esas viviendas caen sobre el valle.
Corresponde destacar la sensatez de Sarmiento, quien propuso parquizar (es decir, no habitar) los bañados de Palermo. El día de lluvia no vamos al parque y no nos importa si ese terreno se inunda. Es diferente si allí se hicieron viviendas.
La entonces Municipalidad de Buenos Aires y las municipalidades del conurbano alentaron, por negligencia o complicidad, el descenso de las urbanizaciones. Así, al compás del poblamiento de la Boca y Barracas, los planos de fines del siglo XIX discretamente borran los límites de las áreas inundables.
Aún más, se alienta la especulación inmobiliaria sobre las zonas bajas. El intendente Crespo autoriza lotear las tierras del barrio que hoy inmerecidamente lleva su nombre, permitiendo la construcción de miles de viviendas en terrenos bajo cota de inundación. Le corresponde el honor de haber inaugurado los negocios hechos con la inundación ajena.
La secuencia inaugurada por Crespo sobre el arroyo Maldonado se repite sobre los demás arroyos de la Ciudad y del conurbano. Primero se autoriza el loteo de zonas que no son aptas para vivienda: las márgenes de los arroyos Maldonado, Vega, Medrano, Cildañez, Riachuelo, etcétera.
Después, atendiendo al reclamo de los afectados, se hace el negocio de la obra salvadora: rectificación del Riachuelo, entubamiento de varios arroyos. El discurso político es siempre el de la “solución definitiva” a las inundaciones. En realidad, las mejores de esas obras sólo lograron atenuar las crecidas, como ocurrió con la rectificación del Riachuelo.
Otras, en cambio, fueron contraproducentes: todos los entubados empeoraron el comportamiento de los arroyos sobre los que se hicieron. Las obras significaron crear obstáculos a la rápida salida del agua, con lo cual agravaron las inundaciones. A pesar de eso, todavía hay vecinos del Gran Buenos Aires que piden que les entuben los arroyos.
¿Por qué lo hicieron, entonces? ¿Por qué se sigue pidiendo ahora? Porque esconder un arroyo contaminado valoriza la propiedad inmueble. Esa valorización atrae nuevos pobladores. Paradójicamente, las obras de atenuación de crecidas reducen la inundación pero aumentan la cantidad de inundados. No sorprende saber que la cuenca del arroyo Maldonado tiene una densidad de población equivalente al doble del promedio de la Ciudad de Buenos Aires. Lo que permite reiniciar el ciclo: nuevos inundados reclamarán obras nuevas que difícilmente solucionen el problema pero que, sin duda, generarán futuros inundados. En medio de esto, toca hacernos la pregunta de fondo: ¿qué estamos haciendo en las zonas inundables?
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